viernes, 23 de octubre de 2015


HIMNO A LA LENTITUD, 1


Wendy nunca sufre la resaca
o Lo mucho que la literatura nos embellece la vida


¿Hay mayor ocasión de festejo que el reconocimiento público de una persona con talento que a su vez reconoce, celebra y agradece el talento de otra que le ha precedido?  Es tan frecuente ver cómo se homenajea a los mediocres o cómo los mediocres alaban a los brillantes para encumbrarse ellos que, en las raras ocasiones en que asisten la justicia y la verdad, todos nos merecemos un brindis muy alegre y muy ruidoso. Viene esto a cuento del premio Unicaja de artículos periodísticos que estos días ha recaído sobre el periodista Cristóbal González Montilla y sus “Tres gin tonics con Wendy”, el relato* de su encuentro con Ana María Matute en el año 2010, cuando la invitamos a dialogar con Ana María Moix en el ciclo Vidas cruzadas desde el Centro Cultural Generación del 27.
Cristóbal ha registrado maravillosamente, con una mezcla de asombro y de candor matutiano, ese halo de magia personal, de ilusión literaria, de pasión por los mundos imaginarios que con tanta fuerza contagiaba la Matute a quienes la trataban. Adjunto un fragmento memorable y unas fotografías de los días que siguieron al de los gintonics, en las que puede constatarse que toda Wendy que se precie está eximida de padecer resaca, ya beba tres gin tonics, ya dos whiskys, ya tres riojas… En sus últimos minutos en Málaga, antes de tomar el tren, Ana María Matute quiso saludar en persona a Hans Christian Andersen.


«Yo siempre he querido ser una Wendy, el personaje de Peter Pan, tómese algo por favor...», continuó como si quisiera festejar aquella confesión. Insistió con tanto ahínco que, por más que rechacé la invitación, me convenció para que llamara al camarero. «No sé si tomar un café o un gin tonic, déjeme que lo piense». «No piense nada, pídase un gin tonic y, si no le importa, en vez de pedirme otro, yo bebo del suyo», contestó antes de iniciar el ritual que repetimos hasta tres veces en aquella inolvidable merienda con ginebra que me hizo recordar, bastante tiempo después, que tenía uno de los trabajos más bonitos del mundo.
Pocas veces había oído respuestas tan brillantes, tan poco enlatadas, tan transparentes y arrancadas del alma, y, encima, cada vez que llenaba mi vaso ella me lo pedía prestado, le daba un trago y luego lo arrastraba con puntería hasta mis manos. Era como un juego. Ella se divertía como una eterna niña traviesa, y hasta me hizo prometerle que en la entrevista del periódico escribiría algo de aquello. «Rebelde se puede ser siempre, hasta que te mueras. Hay que ser rebelde hasta para no tomarse los medicamentos que te manda el médico, e incluso para beberse un buen gin tonic. A mí no me manda nadie».









Y a modo de último trago, aquí va, bajo especie de poema, mi homenaje personal  a Jujú, el personaje de Ana María Matute que tanto me acompañó a mis once años:



Los postres de Jujú

La infancia es el desayuno de la vida
(de un anuncio publicitario de cacao soluble)

Hubo un sueño de leche primordial,
una savia gentil, un frescor de los días,
una ya nunca usada nitidez de las horas.
Tomábamos puleva de vainilla:
era una leche que sonaba a ruso
pero sabía a calle de verano.
Los nombres rutinarios
no aplacaban la fuerza de las cosas.
Y te envolvía el sol y te quemaba,
con su zumo dorado,
en el vaso gigante de las horas disueltas.

Mas poco a poco algo se enturbiaba.
Había indicios de calcificación,
de estancamiento, las médulas caían
prisioneras del hueso.
Cuando ya comenzábamos a saber que tendríamos
que relegar en libros a la felicidad
en tanto que plausible inmediata
acudió el polizón
del fabuloso Ulises en mi ayuda.
Marco Amado Manuel, según Ana María
Matute, su madrina,
anhelaba la mar; yo quería tan solo
compartir el desván, el astillero
imaginario y libre de Jujú,
su bañera de grifos con ojos de dragón.
Y la lista suntuosa de postres semanales
que mi amigo tomaba al otro lado
de las páginas fieles
(pastel de almendra el lunes,
peras con crema de limón los jueves…)
quedó como una fábula
de aquellos insaciados apetitos antiguos

Avanzó la jornada, se culpabilizó
nuestra imaginería de las hambres
-sueños las llaman otros.
La vida pasó a ser dieta y descuento,
presunta heroica dieta, resumida
en la doma y la cura del deseo.
Aplacar y saciar, nutrir, dejar morir.

Y ahora es ya la hora
de los preparativos de la cena.
El triste aperitivo,
y elucubrar qué última ración.
Jamás nos embarcamos con Jujú en la bodega.
No fuimos polizones del Ulises,
apenas si pilotos de la propia bañera.
Sólo nos queda el acto de brindar.
Una copa nocturna.
Un golpe de calor
de una vieja vendimia.
Hielo desmesurado.
                                     Fin del día.




*http://www.elmundo.es/andalucia/2014/06/27/53ad3c4222601d827d8b4578.html

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